Hoy es

Basílica para una Reina

Este templo, en el que se daba culto a la diosa Ceres, fue cristianizado en el año 602 para dar cobijo a la imagen de la Virgen que regaló a la ciudad de Talavera Liuva II (rey visigodo de la corte de Toledo, sobrino de San Hermenegildo e hijo de Recadero, a quien sucedió en el trono en el 601 y que tomóó el nombre de Virgen del Prado.

En ella se conjugan el renacimiento y el barroco. La Ermita de 1570 - a la que Felipe II denominó "Reina de las Ermitas" y el Cardenal Quiroga "Mater eremitarum" - se agrandó con crucero y cúpula barroca en 1649, dirigiendo esta ampliación el arquitecto Fray Lorenzo de San Nicolás, padre del barroco de ladrillo.

La que fue Ermita extramuros, hoy dentro de la ciudad, es para el talaverano habitual la vista del elevado cimborrio gris, rematado por la linterna, coronando el crucero del gran templo de ladrillo y piedra erigido al culto de su Patrona, la Virgen del Prado. Todavía hoy puede divisarse entrando en la ciudad por la carretera de Madrid la cúpula grisácea entre los desproporcionados edificios de apartamentos.

Si la devoción a María hubiera de medirse por la magnitud de sus templos, no cabe duda de que la devoción de Talavera por su Virgen es grande.

Y así lo debe de haber considerado Juan Pablo II cuando en 1989 firmó una bula pontificia en virtud de la cual la Ermita de Nuestra Señora del Prado era elevada a "la dignidad y al estado de Basílica Menor", con sus consecuentes derechos y privilegios.

Esto es la consecuencia de una importante tradición religiosa talaverana que ha ido acrecentándose con los años y que tiene pruebas documentales desde el siglo XIII. Ya en 1399 don Pedro Tenorio, Arzobispo de Toledo, firma una donación inter-vivos, de una casa de aceñas al monasterio de Santa Catalina con la condición de que fuera entregada cada año la cantidad de 10 cahices de trigo a la ermita de Santa María del Prado.

El Padre Juan de Mariana da cuenta de la importancia de la ermita debido a los muchísimos "milagros que se atribuyen a la antigua imagen de la Virgen, por cuya causa se propagó la veneración de aquel sitio". Aunque la imagen del humilladero, en cuadro de cerámica sobre la puerta oriental, fue objeto del fanatismo de milagreros debido a la propagación de fantásticas leyendas sobre apariciones, el culto ha discurrido siempre por los cauces de una marianismo sosegado y ortodoxo.

A mediados del XIX se constituyó la Hermandad de Nuestra Señora del Prado, estableciéndose el 8 de Setiembre como fiesta oficial de la Patrona de la villa. Y en 1956 Pío XII firmó una bula papal concediendo que fuera coronada canónicamente la imagen de la Virgen. 

Basílica del Prado

Naturalmente, una leyenda envuelve un grato halo de misterio el origen de la imagen de Nuestra Señora del Prado. Don Manuel Sainz-Pardo, ex-rector de la basílica, refiere las diferentes versiones de dicha leyenda en su libro La Basílica de la Virgen del Prado. La más difundida afirma que en el siglo VII Liuva donó la imagen, traída de Antioquía por San Lucas (o San Pedro), a los talaveranos en reconocimiento a la lucha de esta ciudad contra la herejía arriana, que rechazaba que la Virgen fuera madre de Cristo Dios. Otra versión otorga a Pedro I, primer obispo de la diócesis Aquense, y discípulo de Santiago, el privilegio de tal donación. Y otra, que fue San Ildefonso quien la donó al pueblo talaverano como premio por los servicios prestados en la lucha contra el arranismo. Aunque no hay documentos históricos que avalen ninguna de las hipótesis, San Ildefonso debió de tener parte en la historia de la imagen o de la ermita, pues la escena de la imposición de la casulla a dicho santo por parte de la Virgen es un motivo que se repite en varios cuadros de azulejos exhibidos en la basílica. Pero Salvador Páramo, encargado de la Hermandad de Nuestra Señora del Prado para restaurar la talla, desbarata parte de la leyenda al afirmar que la imagen era "características del siglo décimo, de estilo bizantino puro". Las cabezas de la Virgen y el Niño estaban destruidas completamente y perdidas sus formas de tal manera que fue preciso hacerlas nuevas, en madera de castaño de indias, ahuecadas y vaciadas por detrás y colocadas y aseguradas sobre sus primitivos rostros. La imagen que actualmente se venera es pues la restaurada por Salvador Páramo en 1888. Se trata de una figura de pie, con la pierna izquierda algo avanzada, sobre la que descansa el Niño. Mide unos 25 centímetros de altura y reposa sobre una base de plata sobrerepujada que sustituyó a la antigua peana de alabastro.

A lo largo de los siglos la basílica ha ido acumulando toda suerte de obras de arte, restos arqueológicos, documentos y objetos de valor histórico, que constituyen un patrimonio artístico de importancia notable. A título de ejemplo, baste citar la lápida de Litorio, vagamente relacionado con Atila porque su padre fue un general romano compañero de Aecio, vencedor del caudillo de los hunos en el Campus Mauriacus. Esta lápida fue descubierta en unas excavaciones y mandada colocar en la ermita por el Cardenal Cisneros. El sepulcro de mármol negro con estatua recostada y en hábito franciscano, del "honrado" Juan Sanchez de la Higuera, cura de la iglesia de San Román, a quien las mozas casaderas le tienen gastado el rostro y las manos.

La llave de la puerta de Canistel, de la ciudad de Orán, tomada por caballeros talaveranos al mando de don Bernardino de Meneses, por antonomasia, el Adalid.

Una escultura gótica de la Virgen y el Niño en brazos, del siglo XV, procedente de la derruida puerta de San Pedro. Varios escudos heráldicos y piedras de epigrafía latina incrustados en el muro exterior del imafronte del templo. La magnífica colección de mantos de la Virgen, bello producto de la Real Fábrica de Sedas. Una colección de aguamaniles de loza en la que destaca uno que representa a San Antón. Dos colecciones de sellos papales. Y un largo etcétera constituido por numerosas alhajas, rostrillos, imágenes, óleos, tallas, cálices, incensarios, custodias, documentos, libros de salves y otros objetos, gran parte de los cuales se guardan en las estancias privadas de la basílica.

Se accede a la ermita, a través de un espacioso pórtico sustentado por siete columnas de piedra, en cuya enjutas de los arcos están seis cuadros que representan a San Pedro, San Ildefonso, la Virgen con el Niño, San Juan y Santo Domingo. Las figuras están admirablemente dibujadas en azul sobre fondo blanco, enmarcadas por cartelas de artística traza. La planta de la ermita es de cruz latina, prolongada a los pies por donde se une al resto del cuerpo basílical. Esta disposición están en función de la gran cúpula barroca encañonada que se alza en la intersección de sus brazos mediante un tambor octogonal. En el exterior se muestra mediante una ochava de pizarra abuhardillada y culminada por una linterna.

La Cerámica

Pero lo que hace única a esta basílica desde el punto de vista artístico son sus azulejos. En sus paredes han quedado el poso de la Talavera alfarera, es un verdadero museo de la cerámica, donde podemos admirar obras de azulejería desde el siglo XVI hasta el XX.

Cientos de metros cuadrados de azulejos cubren los muros de las naves, el pórtico de entrada, las paredes de las sacristías, los lienzos exteriores del templo, las estancias privadas, distribuidos en cuadro, retablos, zócalos y mosaicos. En ellos las imágenes se hacen narración en secuencias historiadas de escenas bíblicas y hagiográficas, o sirven de presentación de los más variados motivos: escudos reales, papales o de la villa, personajes de la historia sagrada, emblemas heráldicos, motivos florales, cruces de Malta, rostros de cariátides, angelillos de contornos rubenianos, diablos enjutos y viciosos... una apacible panorámica de la ciudad.

El blanco y el azul, colores emblemáticos que simbolizan la pureza de la Inmaculada Concepción, se mezclan con el amarillo, el ocre y el verde cuproso, saturando la retina al primer vistazo. Quizá en el visitante habitual la costumbre haya matado "un poco" el aprecio por el arte cerámico que ha visto desde niño; mientras que quien visita por primera vez el templo debe de recibir ese golpe repentino de lo que primero abruma y después se admira. Si exceptuamos al conde de Cedillo, mucho más aficionado a la piedra que a la cerámica, todos los estudiosos coinciden en considerar los azulejos de la basílica como una muestra única del arte talaverano por excelencia. Aquí se exhiben las diferentes épocas y gustos cerámicos, desde el primitivo renacentista de los siglos XVI y XVII, hasta el actual, representado por la cerámica de los Ruiz de Luna, pasando por el barroco de gusto francés, que tiene una representación notable en los azulejos de la sacristía.

No es fácil orientarse en este laberinto de azulejos, muchos de ellos colocados con el criterio de acumulación tan propio de los templos católicos, pero basta un poco de paciencia y orden para llegar a un aceptable pacto entre la avidez de la curiosidad y el gusto por la contemplación. En la parte exterior del templo merece destacarse un cuadro de azulejos situado sobre la puerta norte, del siglo XVI, que a juicio de algunos es la mejor pieza cerámica de Talavera. Representa un jarrón de azucenas sostenido por dos ángeles, rematado en la parte superior por la corona real de España y a los pies un dragón, de colores amarillo, azul, blanco, morado y verde. Alcántara afirma que "es una soberbia pintura italiana; es toda la preceptiva del Renacimiento". En la puerta orientada al sur hay otro cuadro con el mismo motivo, aunque menos logrado y de época posterior. Y en la puerta de oriente está el cuadro de Nuestra Señora del Prado objeto de las leyendas sobre una supuesta aparición de la Virgen.

Quienes decidieran los azulejos y su disposición en el pórtico de entrada, tuvieron muy buen criterio, pues allí, bien a la vista, se exhibe parte de la mejor cerámica. En las enjutas de los arcos, hay 6 figuras, que representan a San Pedro, San Ildefonso, la Virgen con el Niño en brazos, San Juan, Santiago y Santo Domingo.

Están dibujadas con azul sobre fondo blanco y, en palabras de Diodoro Vaca, "son de la buena época, siglo XVI". Dentro del pórtico, a lo largo de la parte superior, se nos muestra una hilera de santos con la genealogía de la Virgen. Pero lo que más resalta en el pórtico son dos espléndidos mosaicos procedentes de la derruida iglesia de San Antón. Uno de ellos representa un grupo de vírgenes, ataviadas con túnicas y llevando palmas en las manos, y una formación de arcabuceros y lanceros, marchando hacia Cristo Resucitando, que con los brazos extendidos en medio de los jefes arrodillados de ambos grupos, les dice "venid benditos de mi padre". El otro mosaico representa a San Antón en un primer plano central, con un cayado en una mano, un salterio en la otra y su protegido, el gorrino característico, asomándole por entre los bajos del hábito; en un plano medio, la ermita, unos bosques poblados de diversos animales, y al fondo, la ciudad azul. Junto a estos mosaicos, hay otros cuadros de influencia renacentista y bellísimo ejemplo de expresión sentimental y religiosa. Representan La Adoración de los Reyes, el Descendimiento, Jesús muerto en los brazos de la Virgen, el Santo Entierro y la Resurrección.

En el interior de la basílica hay tres grandes grupos de azulejos: los frisos de las naves laterales, el retablo de San Antón y los púlpitos en el crucero, y los azulejos de la sacristía.

A la entrada, debajo del coro, llaman la atención tres obras de azulejos: un bello mosaico actual que representa una vista de Talavera pintado en tonos cálidos por Rafael García Bodas y Pablo Adeva; un pequeño retablo cuyo motivo principal es un San Cristóbal hercúleo en el Niño en un hombro; y cuatro cuadros con San Antonio como figura central, que despiertan una curiosidad a la que es difícil sustraerse: las tentaciones del santo comentadas por un breve texto que le sale de la boca, e ilustradas por figuras grotescas y contrahechas. La tentación del oro, la más sutil porque no tiene forma de demonio, de los animales-carne, del camino equivocado, y el último adiós al inseparable compañero de fatigas, el propio cuerpo: "Quedad en paz entrañas mías", que recuerda a la despedida romana: "que la tierra te sea leve".

Y por fin, la recompensa divina de proclamar el nombre del santo "porque tú peleaste varonilmente". Hay otras dos tentaciones en el extremo opuesto de la nave del Evangelio, que representan al santo agobiado por un grupo de diablos deformes y ulcerosos, y la tentación de la carne: "Quien eres", pregunta San Antón a un diablo moreno, "Soy el espíritu de la fornicación que estoy corrido como no te puedo vencer", responde éste.

Exceptuando el vía crucis, obra de los Ruiz de Luna, el resto de los azulejos de las naves, desde las pilas de agua bendita hasta la reja, fueron pintados y colocados en 1638 por orden de Cosme Gómez de Tejada, tal como él mismo refiere en su Historia de Talavera: "... siendo mi hermano Don Francisco Gómez Tejada mayordomo de estas ofrendas por consejo nuestro de hijo esta obra y tratándolo primero con el Ayuntamiento como Patrón de la Ermita me cometieron la disposición de todo y yo lo ordene lo mejor que pude en esta forma asistiendo los pintores de los Alfahares". El friso de la nave del Evangelio representa a los ascendientes de María.

En el primer cuadro, el evangelista San Mateo tiene un libro abierto en la mano en el que se lee Liber Generationis Jesu Christi.

Luego sigue Abraham y el resto de los patriarcas bíblicos. El friso de la nave de la Epístola tiene como motivo la representación historiada de los misterios de la Virgen.

Es una espléndida interpretación con imágenes de la historia de María "con buena proporción repartidos y acompañados de edificios y Países como las historias requieren". Llevan una inscripción relativa a cada misterio. En total son 18 cuadros: imposición de la casulla a San Ildefonso, La Inmaculada Concepción, Nacimiento de María, Presentación de María a los sacerdotes, La Anunciación, La Visitación, Nacimientos del Salvador, La circuncisión, Adoración de los Reyes Magos, La presentación en el templo, La huida a Egipto, el Niño hallado en el templo, Bodas de Caná, La Crucifixión, La Resurrección, La Ascensión y San Andrés. Los tres primeros son obra de Ruiz de Luna, pues los originales se perdieron o están muy deteriorados, otros están reconstruidos. La mayoría son de gran calidad. Diodoro Vaca, Ruiz de Luna y otros entendidos señalan la posibilidad de que fuera el Greco quien pintara los cartones de estos cuadros. De cualquier manera, su influencia parece innegable. Escribe Vaca: "El estilo algo hieráltico, la disposición de las figuras, los rostros magros y alargados, el misticismo que encarna en estos personajes, que parecen seres ultraterrenos, reconcentrando en sus ojos la visión interior de una vida sobrenatural..."

En el crucero hay dos púlpitos. El del lado del Evangelio proviene del convento de Santo Domingo y es del siglo XVI. Tiene como motivos cuatro santos dominicos: San Pedro, San Antonino, Santo Tomás y Santo Domingo. El otro es obra de los Ruiz de Luna, su dibujo es perfecto y los colores, más suaves que los de su compañero, en el que resalta el contraste del negro sobre el azul y el blanco. Ambos constituyen una bella pareja representativa de dos épocas cerámicas separadas por tres siglos.

Del retablo de San Antón dice Gómez de Tejada ser "obra de primor, y que no se que tenga semejante". Procede de la derruida iglesia de los Hermanos Hospitalarios de San Antonio Abad y fue mandado colocar en el crucero, nave de la Epístola, por el Ayuntamiento en 1913. En su hornacina central se conserva una estatua de San Antonio, realizada por Juan de Alburquerque y fechada en 1571, única pieza que se conserva en terracota.

Es una gran composición con sus columnas figuradas y sus compartimentos, representando 9 escenas de la vida y pasión de Jesucristo, la imposición de la casulla a San Ildefonso, y varios santos.

Predominan el azul, el verde y el amarillo, este último con la tonalidad característica de las buenas producciones cerámicas de la época.

Los azulejos de la sacristía han sido objeto de controversia sobre su calidad. Para unos, por pertenecer a la época de decadencia de la cerámica talaverana, en la que se acusa gran influencia del barroco francés, traído por los Borbones, es una muestra superficial y frívola.

Otros, como Diodoro Vaca, no escatiman elogios: "Aquello es una embriaguez de dibujos y colores que deslumbran la vista y suspenden el ánimo. Ante aquel alarde de colorido, ante aquella exuberancia de la fantasía, ante aquel prodigio de la técnica, es preciso reconocer que nos hallamos en presencia de un monumento cerámico de primer orden". Ya no nos encontramos ante una historia o un cuadro, sino ante el adorno por el adorno: "...hojas de acanto que suben, se enlazan, se retuercen, serpentean, en graciosísimos contornos, en elegantes roleos".

Los temas religiosos se reducen a alusiones simbólicas y el adorno coloniza toda la superficie de mosaico, exceptuando el aguamanil situado en una esquina, que representa la expulsión de Adán y Eva del paraíso. Pero estas figuras ya no tienen el sentimiento y la naturalidad de las que hemos visto en las naves o el pórtico.

Las Mondas y La Ermita

Pocas dudas quedan acerca del origen pagano de la ermita y de su relación con la fiesta de las "Mondas". En tiempos precristianos la ermita era un templo dedicado al culto de deidades grecorromanas, y las "Mondas", una festividad para honrarlas. Con la llegada del Cristianismo, el templo se convirtió en ermita y la Iglesia, debido al fuerte arraigo popular de las "Mondas", asimiló la fiesta al culto de la Virgen.

Cervantes lleva a sus dos protagonistas de Los trabajos de Persiles y Sigismunda a Talavera "donde hallaron que se preparaba para celebrar la gran fiesta de la Monda, que trae su origen de muchos años antes que Cristo naciese, reducida por los cristianos a tan buen punto y término, que si entonces se celebraba en honra de la diosa Venus por la gentilidad, ahora se celebra en honra y alabanza de la Virgen de las vírgenes.

Si bien se equivoca de diosa, su testimonio es buena prueba de la popularidad y el arraigo de esta fiesta en su tiempo.

El padre Portocarrero en su Vida de San Ildefonso cuenta las fiestas que los ganaderos, pastores y agricultores de Talavera hacían en abril de cada año a las diosas Pales y Ceres, por medio de cánticos, danzas y sacrificios.

"De todos los lugares comarcanos acudían a este templo de Talavera para ofrecer a Ceres o Pales, panales de rica miel y ánforas de exquisita leche para que las diosas se les mostraran propicias en los dones de la tierra, y a este fin degollaban también 22 toros, cubiertos de romero y tomillos, regando luego con la sangre de aquellos animales el pavimento del templo pagano". Ildefonso Fernández cuenta en su Historia de Talavera que en el siglo XVI, "en tales días de piadosa algazara, nuestros abuelos ofrendaban a la Virgen del Prado las mundas o mondas, y se permitían la libertad de bailar en las iglesias después de haber corrido cañas y toros a la usanza morisca en la Plaza Mayor o Plaza del Pan. "Julián Pérez, en su De Heremitoris Hispanis Brevis Descriptio afirma que en su tiempo se decía que la ermita sirvió en época precristiana para dar culto a Pales, diosa griega de los pastores. Hay gran similitud entre estos testimonios y las descripciones conservadas de las Palilia, en honor a Pales para salvar los ganados de la voracidad de los  lobos, y de las Cerialia, para atraer a Ceres, quien avergonzada de una aventura amorosa con Neptuno se retiró a una gruta, en donde permaneció tanto tiempo que el mundo corrió peligro de perecer de hambre porque durante su ausencia se extendió por toda la tierra una espantosa esterilidad. Las Palilia se celebraban el 21 de abril. Este día el pueblo se purificaba con perfumes mezclados con sangre de caballo, con las cenizas de un becerro que quemaban en el momento de sacarlo del vientre de su madre, y con troncos de habas.

La mañana la iniciaban los pastores purificando el aprisco y los ganados con agua, azufre, sabina, pino, olivo, laurel y romero, de cuyo humo llenaban el corral. Después de esta ceremonia tributaban a la diosa sacrificios de leche, vino cocido y mijo, y luego seguía la celebración de la fiesta. Las Cerialia comenzaban el 15 de los idus de abril y duraban varios días. Había ofrendas, coros de doncellas, sacrificios de cerdos, comidas públicas y otros actos de carácter religioso y lúdico.

Monda viene del latín munda, acusativo plural de mundum. Luis Vives escribe que a esta diosa llamaban los gentiles Munda, por antonomasia; y que a las vírgenes canéforas, que asistían a la fiesta con los cestillos coronados de flores de mirto, se las llamaba mundas. Caro Baroja observa el parecido de la palabra con las "móndigas" de San Pedro de Manrique: tres doncellas portadores de un canasto con el "arbujuelo" que se ofrenda a la Virgen de la Peña.

Actualmente el rito fundamental consiste en que varias Parroquias hacen una ofrenda, llamada "monda", a la Virgen del Prado: en unos casos la "monda" es un manojo de ceras envueltas en paños; en otros, consiste en una especie de manga parroquial cubierta de flores y banderitas con cera, o una ofrenda análoga en un carrito adornado, del cual tiran tres grandes y hermosos carneros cubiertos de finas toallas. La fiesta se celebra la semana de Pascua de Resurrección, siendo el sábado el día de las ofrendas.